Voy a morir pronto, lo sé. La certeza viene de un adivino que nunca supo su nombre, pero sabía a la perfección su oficio, nació cargado de orfandad y clarividencia profética, pero ajena. Una mueca cruel de la vida. Por defecto le apellidaron Expósito, para otros requerimientos le dirigían un desamorado “usted, vagabundo, saque sus cosas de mi vereda” y se iba sin más, hombreando sus cuatro harapos y augurando por lo bajo, lo indefectible.
Lo conocí en un andén a medio abandonar, mientras esperaba un tren para volver de un pueblito donde había ido a buscar antiguos juguetes para reparar. Me dedico a eso, soy uno de los pocos que quedan en el país que conoce el oficio. Algunos nos llaman doctores de juguetes y hospitales a los talleres donde los reparamos. Prefiero más bien una palabra que he acuñado yo mismo: juquier. Es como luthier, pero con la etimología de iocus, que significa jugar o divertirse. De hecho me parece errada usar la palabra enfermedad para referirse a un objeto que está lejos de algo tan negativo. Reparar no es curar, es más bien volver a poner en sintonía aquello que se ha desafinado con el uso. Es escuchar la música que emana de una materia y devolverle su propósito. Una muñeca que fue hecha para decir mamá y se ha vuelto muda, un pato que no rebota, una cuerda cortada y los colores que no coinciden con los del mundo real, esas son mis ocupaciones. Sé coser, pintar, rellenar, imitar texturas, formas, pero eso es la parte más banal y concreta. Porque lo que en realidad da prestigio a mi tarea es retornar el tiempo y hacer coincidir casi con magia la niñez con el recuerdo vivo.
Como les decía, Expósito me confesó el preciso día de mi partida de este mundo y desde aquel encuentro no duermo pensando en que no puedo irme sin revelar el secreto que fui descubriendo como si me corrieran de la cara un velo, en cámara lenta. Al no tener familia ni allegados, otra cosa por la que le caí simpático al agorero, he resuelto hacer una confesión en forma de carta, destinada a quien la suerte resuelva hacérsela llegar.
A lo largo de estos laboriosos años, he cultivado el deseo de interpretar mapas antiguos y descifrar jeroglíficos. En mi taller, con cierta regularidad llegan pasatiempos, acertijos y criptogramas con los que me entretengo en las horas largas y desprovistas de tareas más provechosas. Si supieran cuántas empresas fabricantes de entretenimientos, a través de los chirimbolos y los cachirulos dejan mensajes cifrados en las marcas. Los niños, mejor dicho sus inconscientes, captan sin dificultades los recados, pero la percepción consciente no se entera de ello. Crecen con la idea, la idea se prende como si fuera un pequeño huevecito, una liendre, a medida que pasa el tiempo el mensaje inoculado eclosiona y cerca de la juventud su cabeza se empioja de tal modo, que lo que alguna vez fue una potencialidad infinita se revela al mundo como un ser acomodaticio y vulgar.
Es por eso que deseo con todo mi ser que a esta carta la encuentre un niño que aún no haya sido contaminado por la industria o en último término, un adulto que haya podido despertar del engaño. La empresa lúdica es la más vil de las corporaciones, no sé bien en qué momento se desvió de la virtuosa tarea de acompañar las vidas tempranas y preservar su inocencia.
Primero quiero exponer los motivos por los que antes no revelé el secreto y cómo es que llegué a saberlo todo. Al borde de dejar estos suelos, nadie podría acusarme de querer lograr ventaja o beneficio alguno, tampoco pueden endilgarme la esperanza de dañar a alguien, porque ¿qué impulso dañino puede visitar a quien todo lo deja en esta vida?
No me guían entonces el provecho ni la ganancia, como tampoco la venganza ni las represalias a quienes mal actúan. No lo dije antes porque sospechaba de que me creerían un loco, ahora no me interesa lo que piensen los demás, porque no estaré aquí para oirlos.
¿Cómo es que llegué a descubrir la verdad? Estaba por todos lados, la tenemos en nuestras narices, ya que por ser tan natural y cercana se nos vuelve parte del ojo, por ende no podemos reconocerla, como tampoco podemos vernos el propio iris.
Es hora de no extender más esta misiva. Voy a expresar lo que averigüé, de la manera más clara y comprensible como me lo permita este, mi lenguaje.
Ya lo digo: La adultez es una falacia. Es el invento más desafortunado al género humano que cualquier tecnología haya podido crear. Todo lo que sabemos acerca de ella es un proyecto ingeniado por las industrias lúdicas corporativas. Ser adulto es contra natura, la esencia de todo ser es en verdad pueril, díscola y placentera. ¿Cómo es que a medida que pasan los años nos transfiguramos en esos seres carentes de diversión que se estresan y deambulan como zombies que aunque no buscan apetitosos cerebros, se conforman balbuceando y babeando por dinero y más dinero?
Por poner solo un ejemplo, los adultos ríen el cinco por ciento de lo que ríen la mayoría de los niños, se cansan más, están hastiados de la vida y de las responsabilidades. Sin embargo, por una extraña razón siguen tirando de la mula cotidiana en pos del progreso social.
¿Qué hay detrás de esas razones que no sabemos explicarnos a nosotros mismos? ¿Qué clase de confuso impulso nos arrastra a la autoexplotación cada hora de la semana, encarcelados en tareas que odiamos secretamente? Pues yo tengo la respuesta: Mensajes subliminales. La industria de las muñecas y los autitos, sí, la mafia del plástico y los colores pasteles, son la criminalidad hecha organización. Vienen llevando a cabo un plan hace siglos en pos de modelar al ser humano para que produzca en todo sentido, para que genere, para que la mayoría, para que la masa, eyacule riquezas de las que nunca gozará. Sí, no solo el contenido de los juegos, sino los diseños, los mensajes que traen las cajas, los logos, las marcas, todo está pensado religiosa y meticulosamente para producir el efecto deseado: hombres y mujeres adultos, serios, con integridad férrea y sensata para responder, obedecer y producir. Solo tienen que mirar a un niño o una niña, ver con qué pasa su tiempo, cuáles son sus juegos preferidos y podrán saber el tipo de hombre o mujer que serán más adelante. La industria distribuye los productos según el tipo de sociedad que quiere reproducir. No puedo entender como no lo advertí mucho antes, cómo pocas personas lo perciben.
Un día, al taller trajeron un payaso de plástico, de un metro de alto, al que por descuido de alguien, un perro le había comido un brazo, sin embargo su cara era mitad sonrisa, , tan amplia que incitaba a la cobardía de esquivarle la mirada, muy profunda de verdes pupilas. Por alguna razón me recordó al adivino.
Cuando saqué el brazo largo y sin articulaciones, se asomó por el orificio del manco, un papel con apariencia de haber estado guardado mucho tiempo ahí. Era un mapa, una isla cuyas coordenadas no hallé en ninguna enciclopedia ni atlas de mi biblioteca, no busqué en otras. Detrás del arrugado mapa estaba la descripción del lugar. Se llama “El Atolón de la Imperecedera Infancia” y explica de manera sucinta cómo lo que se construyó en la modernidad no fue la niñez, sino la adultez. Cuentan cómo llegar al lugar. Prometen una nueva vida. Alguien puso ese mapa en el payaso y me regaló esta oportunidad. Pongo esta carta en la pancita algodonada de una muñeca de trapo, con la esperanza de que la curiosidad por la anatomía le revele algo más que lana apelmazada. Posdata: adjunto copia del mapa. Nos vemos en la Isla.
Ismael, el Juquier.
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